Cachín no sonríe. El hombre que hizo carcajear a más de tres millones de peruanos con una película sobre su vida no considera gracioso ver un partido de fútbol desde la banca de suplentes.

—Siempre es lo mismo —dice, con la camiseta celeste y sus chimpunes azules, fingiendo una sonrisa como si acabaran de contarle un mal chiste—. No entiendo por qué, a pesar de que meto goles, no soy titular.

Es una tarde de setiembre en Villa Deportiva y Carlos Alcántara es un delantero que se aburre sentado a un lado de la cancha de fútbol. Su selección, la 48 del Regatas, se enfrentará a la del Club Terrazas en un par de minutos. Él, que siempre ha sido un fanático del deporte, admite que desde chico soñó con pertenecer a este Club, con equipos tan organizados, uniformes tan prolijos, ganando todos los torneos. Cachín ha campeonado tres veces con su equipo. De hecho, en la última final, hizo el gol de la victoria.

—Pero aquí me ves —se lamenta—. Espero que el entrenador me dé una oportunidad.

Aunque el actor cumplirá cincuenta años dentro de poco, luce una mejor condición física —alto, piernas largas y atléticas—, a diferencia de sus compañeros de equipo, de cuerpos robustos y de panzas prominentes. Muy pocos saben que a los quince años, era un talentoso jugador de la selección de menores del Deportivo Municipal. Dribleaba con pericia y sabía meter goles con la cabeza. Sin embargo, cuando quiso subir a la categoría juvenil, no lo dejaron.

—Yo era un enano, todo flaquito. Ni vellos me salían —dice Alcántara, y por fin se ríe de verdad—. El entrenador me dijo: «Hijo, anda come tus frejoles, crece, y regresa el próximo año, ¿ya?». Así mataron mi sueño de ser futbolista.

Fue así como Alcántara decidió volcar su energía a la actuación, su otra pasión. Pero tuvo que empezar calentando otra banca: la de los extras de televisión. Cuando tenía diecisiete y empezaba a ganar estatura, pasaba horas sentado con otros veinte chiquillos, mirando con la mejor cara al jefe de casting para que lo eligieran y apareciera, por fin, en una toma de treinta segundos de alguna telenovela. En ese momento, no imaginaba todo el éxito que iba a tener dos décadas después, al punto de poder rechazar guiones, ofertas para conducir programas de televisión, e incluso la propuesta de ser el candidato presidencial de un partido político. Hoy, ese chico lampiño del barrio de Mirones, del Cercado de Lima, ha hecho casi de todo: ha sido bailarín, conductor de televisión, claun y jurado de un reality. Ha interpretado a personajes disímiles, desde un mercenario llamado Perro hasta el héroe máximo del Perú, Miguel Grau. Todos lo reconocen y lo saludan si lo ven por la calle. Pero en su equipo de fútbol, el actor más popular del país no es más que un delantero suplente. Y eso le jode.

—Yo quise ser dos cosas en mi vida: futbolista y artista. Ahora puedo decir que hago las dos. Por eso, aunque quiera tirar la toalla, no puedo —dice Cachín, mientras se acomoda las canilleras—. El fútbol me apasiona tanto como actuar. Por eso sigo acá, esperando mi oportunidad.


fotos: alonso molina


Un año antes de filmar Asu mare, Alcántara recibió el guión que había esperado durante toda su carrera. La historia: un ex paramilitar que trabaja como sicario y que comienza a enloquecer, atormentado por su conciencia, hasta creer que es un instrumento de Dios. Era comienzos de 2013 y él ya era un actor reconocido, sobre todo como comediante. Recuerda que leyó el guión en una hora. Aceptó de inmediato.

Antes de empezar con las cinco semanas de rodaje, se preparó como nunca por encargo de los directores. Vio películas de thriller psicológico, con personajes atormentados. Se enteró, por ejemplo, que Robert De Niro trabajó como taxista durante cuatro meses para Taxi driver. También leyó el libro Cómo dejar de actuar, de Harold Guskin, maestro de interpretación de Merryl Streep y Dustin Hoffman. Pero de todo lo que vio y leyó fue el libro Muerte en el Pentagonito —sobre la violencia durante la época del terrorismo— lo que le causaba pesadillas. En sus sueños siempre aparecía un perro enorme que lo atacaba. Durante esos días de rodaje, Alcántara llegaba a su casa después a la media noche y se quedaba viendo televisión para evitar dormir y experimentar lo que sentiría el Perro, su personaje. Todos los días llegaba al set de grabación mortificado, no hablaba con casi nadie y en cada corte seguía entrenando para no perder el físico ni la concentración.

—Mi ego, mis ganas de querer ser el mejor, siempre me arrojaba a hacer ese tipo de cosas —me había dicho Alcántara días antes del partido de fútbol—. Si la gente se reía al verme en la película, yo me pegaba un tiro.

Pero no se rieron. Cuando presentaron la cinta por primera vez en el Festival de Montreal 2014, el actor lloró durante la proyección. Recordó que los días de grabación habían sido muy duros. Andaba siempre de mal humor, sufría de insomnio, andaba paranoico. Su familia apenas lo aguantaba. A veces, no salía de su casa porque imaginaba que todos lo estaban esperando para pedirle fotos, que había periodistas acechándolo, que la policía lo quería capturar porque él era el Perro.  

—¡Estaba locazo! Tuve que recurrir a recuerdos oscuros, a mi inseguridad.

Alcántara dice que si no sintiera ese miedo, entonces dejaría actuar.

—Me deprimo cada cinco meses. Soy fuerte, pero también me derrumbo rápidamente con las críticas. A cada rato me asalta la idea de dejar todo y digo: «ya basta». Porque ahora ya no paso desapercibido. Están pendientes de lo que hago. Por suerte ahora estoy más curtido; por eso aguanto. Pero si siento inseguridad pensando que lo que estoy haciendo no está bien, me desespero.

Cachín reconoce que puede pasarse horas imaginando qué rumbo debe tomar su carrera, qué papel debería interpretar, cómo quitarse del cuerpo esos seis kilos de sobrepeso, quién va a cuidar de su hijo que padece autismo cuando él y su esposa ya no estén, en la salud de su mamá, en sus hermanos, en la posibilidad de que todo lo que hace ahora sea olvidado con los años. Solo Jossie Lindley, su esposa, sabe cómo traerlo de ese caos de pensamientos, dice Alcántara. El tatuaje en su brazo derecho —un unicornio junto a una sirena— se lo recuerda desde que se conocieron, hace más de veinte años.

—Soy cerebral. Pienso tanto que ya se me está cayendo el pelo —ríe Alcántara, quien sueña con interpretar a un superhéroe algún día. Quien lo conoce de cerca sabe que «resetea» su mente con frecuencia. Por eso, juega fulbito en su barrio de Mirones, hace yoga, corre por las mañanas y se escapa a su chacra en Mala los fines de semana para pasear a caballo en familia. También cultiva nuevos pasatiempos: desde fotografiar un cuerpo desnudo, observar aves y filmar perros callejeros, hasta fabricar pulseritas. «Me ha funcionado mejor que ir a terapia». El actor de stand-up comedy más famoso del país dice que nunca pudo evitar que su psicoanalista se quedara dormido mientras le contaba sus problemas.


***


—¿Lo viste? Ta’ mare, ese iba a ser gol. Son las tres de la tarde y el partido contra el Terrazas ha terminado cero a cero. Cachín sale de la cancha con algo de rabia. Había ingresado al campo durante el segundo tiempo. Corrió, hizo un par de gambetas en la defensa contraria, pateó el balón con toda su fuerza, pero solo consiguió darle al palo derecho. Alcántara menea la cabeza, mira el suelo, pero de inmediato sonríe cuando un rival le pide tomarse una selfie con él. Ya no parece mortificado. Es muy buen actor.

En su deportivo rojo, de regreso a su casa, el actor sintoniza una radio de valses criollos. Sabe que durante los próximos días seguirá pensando en qué hizo mal, en qué habría pasado si pateaba el balón más fuerte, en si alguna vez su entrenador lo pondrá de titular en el equipo.

—Iba a ser un golazo, ¿no? —dice Carlos Alcántara, delantero suplente, mientras acelera su deportivo rojo—. Yo voy a insistir. Ya llegará mi revancha.


* Texto publicado en la revista Regatas, edición 247. Octubre 2014.