Sylvia Falcón no puede hablar. O no debe. En condiciones normales, su voz puede llegar hasta el Sol de la sexta octava del piano –una nota tan aguda como un silbido–, pero esta mañana gris y fría de octubre, Sylvia Falcón me dice bajito, casi susurrando, que no puede hablar demasiado y se acomoda la bufanda azul que le abriga el cuello. Hoy tiene ensayo y está nerviosa: dentro de una semana dará un recital y odia sentirse así. Se trata de algo terrible, dice, lo peor que le puede pasar a una cantante y que ha tumbado a la cama a grandes leyendas: desde María Callas, la gran soprano del siglo XX; hasta Madonna, la reina del pop. Es algo que la desespera, que la deprime y que siempre le sucede días antes de un concierto. Dice que está resfriada. Pero esta vez –le dirá su médico más tarde– le pasa algo peor. La soprano Sylvia Falcón tiene bronquitis. 

Si un simple resfriado –como contaba el escritor Gay Talese– podía sacar de sus casillas a un ídolo como Frank Sinatra; para una joven soprano de veintiocho años, una bronquitis a pocos días de una presentación se parece mucho al desastre. «Desde hace un año que no me enfermo así. Prefiero romperme un tobillo que esto», dice Sylvia Falcón, con una risita irónica, intentando controlar su fastidio.

Estamos en el estudio de la pianista que tocará con ella en el recital. Sylvia Falcón nació en Lima, es delgada, de talla mediana, piel canela y lleva el cabello largo y lacio amarrado en una trenza negrísima, como el color de sus ojos. Lleva ocho años como intérprete de música tradicional de Ayacucho, Cusco y Huancavelica, y tres como soprano de coloratura. Sylvia Falcón puede cantar melodías de notas rápidas y agudas, algo muy parecido a lo que hacía Yma Sumac, aquella peruana famosa en los años cincuenta por su voz prodigiosa: fue la primera soprano en la historia de la música en cantar melodías similares al trino de un ave y bajos profundos en una misma canción. Yma Sumac –la única peruana que tiene una estrella en el Paseo de la Fama en Hollywood– fue la reina de la lírica o coloratura andina, un estilo que combinó la majestuosidad incaica y la influencia europea de la ópera con las voces exquisitas de mujeres como Zoila Zevallos, Wara Wara, Siwar Q’ente, entre otras veinte sopranos que conquistaron los grandes escenarios del mundo diciendo que eran las Hijas del Sol. La soprano Sylvia Falcón quiere revivir ese legado que ahora muy pocos recuerdan.

Algunos le dicen la sucesora de Yma Sumac, aunque ella piensa que es un título todavía apresurado para su corta carrera musical. Por ahora solo tiene un disco publicado: Killa Luqsimun (Cuando sale la luna); en 2010 cantó en el Performing Arts Center de Nueva York junto al pianista peruano Carlos Bernales; pronto lanzará Inkario, su segundo disco dedicado a la lírica andina; y a fines de 2012 cantará con la orquesta sinfónica del Cuzco en el Coricancha, la famoso templo inca, ante más de dos mil personas.

Sylvia Falcón tiene la agenda llena. Pero también la garganta adolorida: el clima húmedo de Lima la atacó de sorpresa. Por eso le fastidia no poder ensayar las quince canciones del recital que dará en el auditorio de un colegio privado la próxima semana. La soprano dice que no es la primera vez que le pasa: durante la grabación de su primer disco se resfriaba seguido por los nervios. Wara Wara –una de las mejores sopranos de coloratura que, como Yma Sumac, se presentó en países tan distintos como Rusia, Grecia y Japón– le ha dado varios secretos para cuidar la voz antes de un concierto. Cuatro son fundamentales: no hablar, no trasnocharse, no dar besos, ni tener sexo la noche anterior.

—La disciplina de una cantante es parecida a la de un futbolista en concentración. Pero a veces no se pueden seguir todas las reglas ¿no? —se ríe la joven soprano y toma un sorbo de agua tibia de su botella: dice que es el mejor remedio que tiene para recuperar su voz.

Para Sylvia Falcón el repertorio de la coloratura andina –como la que compuso el músico ayacuchano Moisés Vivanco para Yma Sumac–, le ha dado una gran potencia de colores, sonidos y ritmos a la música tradicional. Está convencida de que, como en los tiempos de esas grandes sopranos, el Perú está en un momento ideal para rescatar la esencia y profundidad de la música andina que hoy se ha manchado de farándula y del boom de lo folclórico. Sylvia Falcón quiere rescatar el respeto a ese legado: a esas canciones que sus padres le cantaban cuando solo era una niña que no conocía los Andes.

foto: alonso molina


Sylvia Falcón tenía doce años cuando visitó la sierra por primera vez. Era primavera. Ella viajaba con su madre y su tío en un viejo camión de carga junto a otras familias rumbo a un pueblito de Huancavelica, a más de tres mil metros de altura, en la sierra central del Perú. Durante el viaje su tío contaba historias y tocaba huaynos con su guitarra, y Sylvia siempre cantaba con él hasta quedarse dormida. Su papá le había enseñado varias canciones en quechua –desde los tres años Sylvia ya zapateaba huaynos con destreza–, y ahora que vería a su abuelo en la fiesta patronal, iba muy ilusionada mientras cruzaba montañas, campos de maíz y ríos limpios que antes solo había visto por televisión. La noche antes de llegar al pueblo, el camión llegó a una curva cerrada y todos, precavidos, se bajaron para seguir el camino a pie. Entonces Sylvia divisó un destello detrás de una colina. Se adelantó, subió corriendo hasta la cima y la vio: inmensa, brillante, rompiendo la oscuridad. Era la luna.

—En Lima, yo casi no veía estrellas. Ver la luna así, de pronto, tan cerca, fue algo mágico —recuerda Sylvia Falcón, mientras acaricia el anillo pequeño que tiene en la mano izquierda.

El anillo es de plata y tiene grabada una media luna. Sylvia Falcón adora los anillos, pero de los cinco que siempre usa –tres en una mano, dos en la otra– ese, el de la media luna, nunca se lo quita: fue un obsequio que recibió luego de aquel primer viaje a Huancavelica, a mitad de los noventas. Dice que la energía de la plata –como la luna– es poderosa, que los antiguos peruanos usaban ese metal para alejar a los malos espíritus.

La soprano Sylvia Falcón vive fascinada con la mitología andina. Cree en la pachamama y en el espíritu de las montañas y los ríos, y siente un respeto profundo por la música, las fiestas y los rituales de sus ancestros. Hace un mes, por ejemplo, cantó huaynos, bailó con la banda y preparó una merienda para más de doscientas personas en la fiesta patronal de Sequello, un pueblo con casitas de barro, árboles de pacay y prados verdes en el valle del Sara Sara, Ayacucho, la tierra de su padre. Desde los doce años, Sylvia Falcón nunca ha dejado de asistir ni de cantar la música de su pueblo.

—El ser andino es musical por naturaleza, vive entre melodías —dice la soprano, que estudió antropología en la Universidad de San Marcos—. En Ayacucho hay cantos específicos para techar una casa, para enamorar, para sembrar. Se dice que la música tradicional es simple en sus melodías, pero no es cierto: es muy rica en significados, sonidos, ritmos. Tiene una interpretación profunda y eso merece respeto.

El problema, dice Falcón, es que hay artistas que al fusionar ritmos o incorporar instrumentos electrónicos a la música tradicional, se alejan de la fuente, «eso que nos conecta con la tierra: mientras más nos alejemos de ella más perdidos estaremos en la búsqueda de un arte sincero». Por eso a Sylvia Falcón le fastidia tanto el boom comercial de las «artistas folclóricas» y sus nombres delirantes: desde la Mecánica del Folclore, hasta La Gloria Trevi del Huayno y La Reina de las Parranditas. Interpretaciones de la tradición que deforman la música andina y que la convierten en un arte exótico, sensacionalista y ridículamente comercial. Una vez Sylvia escribió un artículo sobre el huayno en Internet y vio un par de videos de Wendy Sulca, la niña que se volvió famosa cantándole a «la tetita» de su mamá y cuyos videos alcanzaron nueve millones de visitas en Youtube. Esa noche no pudo dormir.

—¡Desperté con dolor de garganta, me enfermé! —recuerda la soprano, abriendo los ojos—. Es terrible ver a una hija de nuestro pueblo cantándole a la cerveza, y que las grandes exponentes del «folclore» la aplaudan por eso. Es una falta de respeto. Lo grave es que algunos creen que así es toda la música andina, que es lo único que nos representa.

Pero Sylvia Falcón no se considera una fundamentalista de la tradición, una artista que no tolera otros géneros musicales. Todo lo contrario: en el colegio religioso donde estudiaba ella bailaba y cantaba huaynos, pero también valses criollos y hasta canciones de Las chicas del Can y Pandora. Más tarde, en la secundaria, la soprano se enganchó con movida subte del rock: mientras que a los quince sus amigas bailaban reguetón, Sylvia se vestía de negro y torturaba a su mamá escuchando Led Zeppelin, Queen, Black Sabbath, bandas de metal neoclásico y pogueando en los conciertos de Leuzemia en los antros del centro de Lima. Incluso formó una banda con sus amigos del colegio y tocaban covers de Cramberries y Guns’n Roses, y más tarde formó Brumalia, una banda de música gótica-etéreo, «con letras más siderales, metafóricas, medio existenciales», donde ella era la vocalista.

—¡Era locazo! —recuerda la soprano y se ríe—. Me fascinaba el sonido, la parte melódica y el registro vocal de gente como Freddy Mercury, Robert Plant. Siempre me gustaron las buenas voces agudas.

Pero Sylvia Falcón nunca dejó de escuchar la música de sus padres.

—Uno puede escuchar muchísimas cosas pero lo tuyo es tuyo. Un joven puede disfrutar bailando pop, reguetón, rock y también la música tradicional de su pueblo.

Es algo que ella vive en serio: la soprano cuenta que hace poco cantó en un concierto por los diez años de Brumalia, su banda de música gótica-eterea. Dice que los muchachos siempre le piden que cante un jarawi a capela antes de empezar a tocar.

foto: alonso molina


Es mediodía y en el estudio de la pianista suena Cholo Traicionero, una de las canciones más famosas de Yma Sumac. La soprano Sylvia Falcón, que todavía tiene la garganta adolorida, susurra la melodía y hace anotaciones en la lista de canciones con un lápiz rojo. Falcón dice ser obsesiva con los detalles de cada una de sus presentaciones.  

—Yo estudio mucho mi repertorio —advierte la soprano—. Tengo que estar contenta con las cosas que produzco para mostrarlas.

Fuera de la bronquitis que sufre ahora, Sylvia Falcón se cuida mucho: nunca fuma ni toma alcohol ni gaseosa para no dañar su voz; tampoco escucha música con audífonos para no afectar su oído. Incluso durante el verano de 2008 viajó a California para perfeccionar su técnica vocal con el tenor David Gordon. Durante esa época comenzó a cultivarse más en la música clásica, que ya escuchaba de adolescente: temas como el Intermezzo de Cavalleria Rusticana, o el aria Mon coeur s'ouvre a ta voix de María Callas, la conmueven hasta el llanto. Solo después de todo ese aprendizaje, se ha sentido lista para lanzar Inkario, su segundo disco dedicado a la coloratura andina luego de cuatro años de producción.

—Como las cosas me tienen que terminar de gustar, siempre me demoro en sacar un proyecto. Solo dejo de pensar cuando canto. Pero luego, en el día a día, pienso mucho y entonces hago todo más difícil.

Sylvia Falcón dice que es así en sus relaciones sentimentales y eso a veces le molesta. Nunca, por ejemplo, se ha relacionado con músicos para evitar conflictos: dice que las grandes sopranos como Yma Sumac, Zoila Zevallos y Wara Wara, se casaron con sus músicos. Pero Falcón siempre evitó eso porque sentía que podía perder muchas cosas. «Yma sumac dejó de producir cuando se divorció de Moisés Vivanco, se odiaron», cuenta. Para la soprano Sylvia Falcón, el arte es un espacio puro, que no se debe manchar. Pero supone que ya le tocará vivir alguna historia parecida, aunque no tan trágica.

—Me gustaría ser un poco más normal, hacer alguna locura por alguien, pero no puedo pues. ¡He tratado y he fracasado! —ríe la soprano—. Me gustaría que algo extraordinario pase. La única certeza que cruza mi vida ahora es el arte y nada más.

Desde niña Sylvia Falcón sabía que cantar era lo suyo. Pero sus padres no opinaban lo mismo y le insistieron que estudiara algo en la universidad, que la música podía esperar. Falcón ingresó a la universidad a estudiar Antropología –le seguía fascinando la cultura andina y viajar– pero decidió no cantar más. Hasta que en una fiesta, durante el primer año de carrera, unos amigos que sabían de su talento la invitaron a cantar huaynos y jarawis con un trío de guitarras. «Ahí dije: de esto no me puedo correr, me gusta», recuerda la soprano. Desde ese momento siguieron más recitales, ganó confianza y pasó el tiempo, hasta que dio su primer concierto en la Estación de Barranco, uno de los escenarios más famosos del circuito cultural limeño. 

Sylvia Falcón dio siete conciertos en la Estación. Hasta que una noche a mitad de 2006, Daniel Kirwayo –uno de los más grandes arreglistas y compositores de la música tradicional andina– la escuchó cantar. La espero al final del concierto y le dio su tarjeta: quería grabar una canción con ella. Dos días después ella lo buscó. Y lo primero que hizo el maestro fue ponerla frente al micrófono a cantar Atawallpa, un tema que luego sería parte de Killa Lluqsimun el primer disco de la soprano lanzado un año después: un claro homenaje a aquellas canciones tradicionales de los pueblos de sus padres, pero sobre todo a ese recuerdo de cuando visitó la sierra de niña.

Sylvia Falcón tenía veintitrés años cuando grabó ese disco.

Era cuestión de tiempo para que la llamaran la nueva Yma Sumac y descubriera, por fin, todo lo que su voz podía hacer.

foto: alonso molina


De pie sobre el escenario, Sylvia Falcón luce un hermoso traje típico del Cusco: un precioso manto fucsia y una pollera negra con flores de colores bordadas a mano.  

Tiene los ojos cerrados. La soprano canta. Está cantando.

Interpreta un jarawi en quechua –una canción dulce que habla del río, el amor, el viento– que hace una semana solo podía susurrar con dificultad. El sonido de un gran piano de cola acompaña su voz. Cincuenta personas la contemplan en silencio.

—Siempre he creído que el arte tiene que causar algo o no sirve —dice la soprano antes de su última canción, una que está en su nuevo disco y que será un homenaje a su maestro, Daniel Kirwayo, quien falleció hace unos meses—. Me gusta que la música me genere una vibración extraña. Algo que me haga pensar que hay más cosas de las que vemos. El problema es que la gente no tiene tiempo para sentir.

Pero sí: hay tiempo, dice.

Entonces la soprano cierra los ojos otra vez. Y siente.


[Esta crónica fue publicada en la revista NN, edición 02. Noviembre, 2012]